Ansío recuperar esa sensación de niño. Nuestros padres nos daban algo de dinero mientras tomaban el vermú en la plaza para que lo gastáramos en la pastelería. Yo llegaba con la elección hecha, los demás niños se agolpaban en la vitrina mirando indecisos todos los dulces sin saber en qué invertir sus monedas. Pedía directamente una de esas enormes palmeras cubiertas de chocolate. La sensación del primer mordisco hundiendo los dientes en el negro néctar es algo que todavía desata un inmenso placer en mí. Esa misma sensación placentera se tornó después en algo doloroso. La adolescencia convirtió a un niño gordito en un joven con sobrepeso. La línea es muy débil, tal vez un año y una sombra de incipiente bigote, pero la percepción para los demás es radicalmente distinta. Ya no eres gracioso, ni te pellizcan los mofletes, tu cara se llena de granos y eres, a vista de los demás, un gordo.
Dejé de comprar palmeras de chocolate. No solo palmeras, también dejé de comprar cualquier dulce o alimento que pudiera engordar y fui al gimnasio. Deporte y dieta. Así forjé músculos y eliminé la grasa ofreciendo a los demás la imagen perfecta que la sociedad reclama. Entonces tuve miedo de cruzar la línea. Pensé que un solo mordisco de una de esas palmeras daría al traste con todo lo que había conseguido con tanto esfuerzo. El precio del pecado, volver a ser gordo.
Un día, caminando sin rumbo por la plaza de mi niñez a la que no había vuelto en años, paré delante de la pastelería. Ahí estaban, una montaña sobre fuente de plata de palmeras de chocolate. Como el aroma de las flores traído por un viento de verano llegó el recuerdo y la sensación de placer acompañada del remordimiento del pecado. Algunas monedas en mi bolsillo me decían ¿Por qué no? ¿Qué va a pasar? pero mi conciencia, siempre ella, paraba mi mano. Me alejé unos pasos, pero volví. La sensación de libertad, de transgresión que me produjo ese nuevo primer mordisco cambió mi vida. No engordé de golpe, ningún rayo cayó del cielo para fulminarme, no pasó nada, solo que, por fin, me liberé. Tantas fajas y cadenas cayeron de golpe, me di cuenta de que esa amargura que me emponzoñaba a diario, que me impedía ser yo, tenía cura.
Ahora vuelvo cada cierto tiempo a la pastelería de la plaza a por una palmera de chocolate, cada mordisco me recuerda que no hay límites ni reglas, que no ser yo equivale a no ser nadie. Ese mordisco libertador desató el caos que tanto me había costado mantener encerrado, abrió la caja de Pandora y los vientos volaron libres. He cogido algunos kilos, he perdido la hercúlea figura que constreñía mi cuerpo, pero soy feliz, vuelvo a hundir cada cierto tiempo mis dientes en la coraza de chocolate y debajo de mi colchón descansa el cuchillo ensangrentado que me acompaña en mis cacerías nocturnas.