Autor: Ignacio Chavarría Díaz
Información de registro
Identificador 2204130912273
Fecha de registro 13-abr-2022 11:13 UTC
Licencia Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0
Una simple bola de papel encierra mi lágrima y con ella la desesperación que siento al ver mi vida desperdiciada.
Dentro la absoluta perfección.
Un poco de tinta, dos columnas a simple espacio, mil doscientas cuarenta palabras. Casi parece escrito de corrido, vomitado sobre el papel por el autor en un grito desesperado que desprendió de mí el dolor en forma de lágrima. Esa lágrima solitaria que resbalo por mi mejilla y empapó el texto maldito.
Antes de arrugarlo y lanzarlo al suelo lo había leído y releído mil veces, añadiendo y quitando aquí y allá, intentando corregir, encontrar alguna imperfección. Pero no había ninguna, todo es perfecto, cualquier cosa que añada o elimine lo estropea. La primera frase es definitiva, te atrapa, la lees casi sin respirar y cuando llegas al final ya estás metido de lleno en la trama y te lanzas ilusionado a la siguiente frase. Los personajes se presentan en toda su plenitud y diversidad, la historia transcurre enlazando un momento de sus vidas en un vaivén de emociones y acción perfecto, sin dejar nada al azar, sin puntos muertos, dejando al final un regusto de continuidad que perdura en el lector ocupando sus pensamientos, alargando el placer de la lectura con el recuerdo de lo leído. Todo en mil doscientas cuarenta palabras a doble columna.
Es simplemente perfecto.
Miro mi escritorio. Mi obra. Llevo años trabajando en ella. Mas de mil folios apilados que contienen innumerables horas de trabajo, de investigación, de noches sin dormir, de correcciones y correcciones sobre las correcciones. Todo vano, todo superfluo, todo vacío, mundano, aburrido, falto de brillo e imaginación, previsible e incluso chabacano. Un poco de tinta, dos columnas a simple espacio, mil doscientas cuarenta palabras me han dado una bofetada de realidad.
En el suelo el papel mojado.
Arrugado.
Maltratado.
Odiado.
Una bola de papel, una estructura informe que alberga mi lágrima en su interior. Un corazón destrozado, herido. No puedo dejar de mirarla mientras las palabras leídas que encierra se recrean en mi mente acrecentando mi deseo de no haberlas conocido, de haber pasado la hoja de esa maldita revista sin detenerme.
Pero miré. Y en el suelo está el papel arrugado.
Herido.
Deseado.
Idealizado.
El fósforo en mi mano arde en deseos de destrucción, de venganza por el daño causado. Un leve roce de la llama y la bola de papel con corazón de lágrima crepita, baila, brilla, humea, se retuerce, llora, se deshace y muere en pequeños espasmos chispeantes ennegreciendo el suelo con su negra alma perfecta.
Nada queda.
O casi nada, porque en el fondo de mi mente resuenan las palabras quemadas.
Eternas.
No hay forma de pararlas, de hacer que callen. El vano intento de destrucción ha sido inútil. Sobre mi mesa los folios apilados. Mi novela. De ella no queda nada en mi mente, nada de los diálogos superfluos, ni de las descripciones grises, ni de los falsos personajes y sus miserables y aburridas vidas, nada de las interminables investigaciones, ni de las largas noches en que escribía en sueños ingeniosos pasajes que el alba olvidaba y llegaban desdibujados al papel. Todo lo ha borrado ese pequeño texto como el viento limpia las pisadas en la arena.
El fosforo consumido muerde mis dedos.
Saco un nuevo fosforo de la caja y lo enciendo. La pila de papel, mi novela, acepta gustosa el fuego. Parecía sufrir en su mediocridad y el calor la reconforta, la purifica. Sé que no hay más copias, sé que no hay vuelta atrás. La libero. La alegría del papel ardiendo en frenesí se transmite a la madera, lame las cortinas y trepa desinhibido al techo. La pintura de la pared hierve y borbotea y yo no puedo dejar de mirar todo ese espectáculo. Al fin mi novela, en un último baile, cuenta algo interesante.
Me siento y observo.
Respiro. El aire me quema por dentro y el humo me ahoga. Miro el techo convertido en un infierno llameante que llueve lágrimas de fuego sobre mí. Ya nada importa, todo es efímero, todo menos la belleza de ese texto que mi mente recita mientras mi cuerpo arde al fin libre.
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