Ángela cuenta quince años recién cumplidos, tan nuevos que los estrena hoy, aunque en su casa nadie ha dado muestras de enterarse.
Su hermano, como todas las mañanas, le ha dejado como felicitación un cesto de ropa sucia en la puerta de su habitación. Su padre seguirá en la cama hasta bien tarde rumiando entre sueños el alcohol que se despachó anoche y su madre estará a punto de regresar de uno de sus muchos trabajos sin ganas, sin vida y sin memoria para nada.
Ángela no sabe si es festivo o no. No siempre puede ir al instituto, así que no cuenta los días ni espera a ponerse guapa para salir con las amigas los días de fiesta. Su madre trabaja los siete días de la semana y su padre ninguno, su hermano a veces entra y a veces sale y si no quieres problemas con él mejor no estés en medio en el trayecto.
Todo eso no da muchas pistas sobre el color del día que es en el calendario.
Tampoco importa mucho. Ángela se ha levantado pronto, ha puesto la lavadora, preparado como siempre el desayuno para la familia y recogido el desastre que su padre dejó en su torpe camino a la cama.
Hoy Ángela se ha puesto un vestido blanco que guarda para ocasiones especiales que nunca llegan, ha cepillado bien su pelo y lo ha adornado con un lazo rosa que, ya hace mucho tiempo, le regaló su abuela.
Coge una manzana, rosada cómo su piel, y sale de la casa dejando atrás todo el dolor y miseria que adorna sus días.
Ángela vive en un pequeño apartamento de un décimo piso de un edificio altísimo en una ciudad que se extiende hasta donde la vista alcanza y donde su imaginación no llega.
Sube las escaleras, al principio de dos en dos escalones con la ansiedad de llegar a la cima, más despacio luego cuando le falta el resuello y los pómulos se le encienden por el esfuerzo.
Los apartamentos del edificio no dan lugar a la intimidad, las paredes cuentan a gritos las miserias de la gente que vive en ellos.
Mientras Ángela sube escucha y siente la vida del edificio. Llantos, gritos, ruidos y olores de cocinas y cisternas, canciones, programas de televisión, golpes, susurros y algún gemido placentero.
A Ángela le gusta subir. Cuando baja, la calle no le proporciona más monotonía que la que ya tiene en su casa. Arriba, cerca del cielo, Ángela puede ser Ángela. Ella sabe que no pertenece a este mundo en el que ahora vive. No sabe bien porque está aquí atrapada, que hizo mal para que la desterraran a este infierno.
Su abuela, el día que le regaló el lazo rosa, el mismo que murió, le contó la verdad.