LA ISLA DE LA LAGUNA NEGRA 

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Autor: Ignacio Chavarría Díaz 

Información de registro
Identificador 2204130912273
Fecha de registro 13-abr-2022 11:13 UTC
Licencia Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0

El sol luce alto en el blanco cielo y el mar ruge con fuerza en los acantilados avisando del peligro para que nos mantengamos alejados. Mauricio recorre la playa buscando crustáceos y cualquier otra cosa que las olas puedan traer desde el mundo civilizado y pueda ser de utilidad. Mientras tanto yo afilo cañas que nos sirvan de arpón para pescar en las charcas donde la bajamar deja algunos peces atrapados. Hace meses que estamos aquí, ya han desaparecido las quemaduras del sol de las primeras semanas y nuestra piel está curtida por el agua salada y la fina arena, lo que al principio parecía hecho para matarnos, ahora forma parte de nuestro día a día, la costumbre hace que los temores se diluyan endulzando la vida aún en los peores momentos.  

El hecho de estar aquí, de cómo llegamos Mauricio y yo a habitar este islote en medio de la nada, es una historia difícil de digerir, digamos que lo ganamos a pulso, podríamos decir que el mal humor de Mauricio y su facilidad para sacar el cuchillo junto a mi habilidad para trastocar la suerte de los naipes fueron los culpables, pero no, digamos la verdad, estamos aquí porque somos desechos sociales, malas personas que se cruzaron con otras peores y perdimos, así que, una noche de clara luna, después de una pelea a bordo del mercante en el que trabajábamos, la tripulación nos subió a un bote de remos y nos dejó en medio del mar con un poco de cecina, unas galletas y dos odres de agua dulce. No les culpo, yo no habría sido tan clemente, habíamos estado haciendo trampas todo el viaje y cuando nos descubrieron, en vez de reconocerlo y agachar la cabeza, sacamos los filos a pasear hiriendo a algunos marineros alegando que, con sus acusaciones, habían dañado nuestro honor de caballeros, como si fuéramos caballeros o conocido el honor alguna vez. Pasamos algunos días a la deriva, aunque teníamos remos no disponíamos de cartas de navegación así que no sabíamos hacia donde remar, razón de sobra para no malgastar esfuerzos en una tarea baldía. Dejamos que las corrientes eligieran nuestro destino y así llegamos a este islote con tan mala suerte que la corriente y las olas lanzaron el bote contra los acantilados sin que pudiéramos hacer nada por evitar el desastre, con el bote destrozado, estas millas de arena y vegetación son desde entonces todo nuestro mundo. 

La convivencia con Mauricio no es fácil, siempre recela y piensa que todo el mundo le engaña, y en estas circunstancias, «todo el mundo» solo puedo ser yo. Cree que trabajo menos que él, que escamoteo la comida, que bebo más agua y que duermo demasiado; en definitiva, cree que me aprovecho de él. Mauricio es un tipo peligroso, irascible, habituado a resolver las diferencias cuchillo en mano, afortunadamente sé manejarlo, le reservo las mejores raciones, que beba a su gusto, me levanto antes que él y afronto los trabajos más duros y peligrosos, supervivencia se llama, gracias al cielo nos subieron al bote desarmados. 

Dentro de lo poco envidiable de mi situación actual, es decir, estar en un islote deshabitado, fuera de las rutas de navegación y con un psicópata irascible como única compañía, tampoco puedo quejarme. El clima es benévolo y la ropa que tenemos es suficiente para mantenernos confortables, el mar nos provee de crustáceos y peces, hay algunos árboles con frutos comestibles además de algas que nos aportan de las vitaminas necesarias para evitar el escorbuto, además, en el interior, cubierta por la jungla, hay una pequeña laguna de agua dulce. Si no enfermamos, no tenemos ningún accidente ni enloquecemos y nos matamos entre nosotros, podemos vivir mucho tiempo aquí, y tal vez, algún día pase un barco y nos recojan. Esto último es bastante improbable, lo más seguro es que estemos fuera de toda ruta navegable y que nunca pase nadie, y si pasa, que no nos vea ni los veamos. De todas formas, mantenemos una hoguera encendida que lanza al aire, en volutas de humo blanco, nuestras esperanzas de ser encontrados. 

Una vez cada dos días hay que internarse en la isla con los odres y llenarlos de agua dulce. Esa es mi tarea, el camino por la jungla hasta la laguna no es un paseo agradable, en el interior la brisa de la playa desaparece y es sustituida por una densa humedad que hace el aire casi irrespirable, la estrecha senda que conseguimos abrir no tarda en ceder ante el empuje de la vegetación y hay que recuperarla a golpes con un palo que hemos afilado contra las piedras a modo de machete, a esto hay que añadir los mosquitos y otros insectos que te atacan los ojos y agujerean la piel. Decidimos turnar la recogida de agua, pero el segundo día que le toco a Mauricio volvió a los pocos minutos enloquecido, golpeando el aire y su propio cuerpo con el palo como si le atacaran bandadas de seres invisibles, gritando como un loco atravesó el campamento chocando con todo lo que se puso en su camino y se arrojó al mar hiriéndose todo el cuerpo con los corales; desde entonces soy el único que se interna en la jungla.  

Dejo las cañas afiladas y tomo el palo-machete y los odres y le grito a Mauricio para que sepa que voy a por agua, él me hace un gesto de asentimiento y continua con la recolección de cangrejos que se ha convertido para él en una obsesión los últimos días.  

Anoche llovió y la hojarasca se ha adueñado de nuevo de nuestra pequeña senda así que voy dando golpes que hieren el verde dejando una alfombra de hojas y ramas muertas a mi paso. Tardo una hora larga en abrir camino de nuevo, pero ya escucho el cantarín gorgoteo del agua dulce resbalando por la piedra y chocando con la superficie negra de la pequeña laguna. Tengo la ropa pegada por el sudor y los insectos, tras la tormenta de anoche, están más rabiosos que de costumbre y atacan con furia las pequeñas heridas que las ramas han dejado en mi cuerpo al abrir el camino. Al fin veo la pequeña cascada, hay una gran roca plana en la que da el sol casi todo el día y que se sumerge lánguidamente en el agua ofreciendo un lugar de reposo. Me desnudo y me tumbo en la piedra justo donde empieza a cubrirla el agua que aplaca el picor en mi piel. Aquí hay menos insectos, tan solo algunas libélulas y zapateros que se deslizan sobre la superficie, la losa termina un poco más allá de mis pies de forma abrupta, cambiando la transparencia del agua por negrura y oscuridad. La pequeña laguna es muy profunda, alguna vez he buscado el fondo, debo decir que soy buen buceador, pero no he conseguido encontrarlo, solo veo más y más agua y cuando estoy ahí abajo rodeado de oscuridad y la superficie es solo un punto luminoso en el improvisado firmamento me entra pánico, un miedo irracional que me obliga a subir expulsando burbujas por nariz y boca para llegar buscando aire a la superficie donde me siento de pronto a salvo. Hay algo ahí abajo, no sé qué es, pero me pone los pelos de punta. Hoy hace calor, el agua está fresca y el sonido de la pequeña cascada me lleva a cerrar los ojos y  transporta al mundo de los sueños.  

Me despierta una cantarina voz, ¿o sigo dormido?, no, no es sueño, en una pequeña playa de blanca arena, al otro lado de la laguna, a no más de 200 pasos de la piedra en que me encuentro, una muchacha canta con dulce voz una triste canción en un extraño idioma mientras peina con soltura su roja melena. No creo lo que ven mis ojos, ¿puede que se nos haya pasado algo en esta isla?, hemos recorrido mil veces en este tiempo de cautiverio Mauricio y yo toda su extensión, la selva es espesa, pero no tanto como para ocultar una belleza así. 

La mujer me mira y de repente soy consciente de mi desnudez, turbado me vuelvo y cubro mi cuerpo con los harapos que fueron una vez mi ropa. Escucho un chapoteo y al volverme solo unas ondas en el agua dan crédito que hubo alguien ahí. Tal vez lo haya imaginado, me siento y espero, si se ha sumergido en la laguna no tardará en salir de nuevo, pero pasa el tiempo, el agua ha recuperado su lisa tranquilidad, no hay burbujas que suban desde el oscuro fondo ni movimiento alguno que indique su presencia. Decididamente ha sido un bello sueño y yo he mezclado el mundo onírico con él real, nada más.  

Regreso con los odres cuando la mañana está avanzada, Mauricio ha preparado una fogata donde ha clavado unos palos con peces y cangrejos que despiden un olor que me hace salivar. Comemos en silencio, Mauricio es extremadamente parco en palabras, cuesta trabajo mantener una conversación con él, lo sé y hace ya mucho tiempo que ni lo intento, me agota sacarle cada sílaba y su desinterés en sociabilizar me pone de mal humor, así que nuestra comunicación se reduce a lo indispensable para realizar las tareas del día. Pero hoy me hubiera gustado contarle lo pasado en la laguna, me hubiera ayudado soltarlo, que me hubiera dicho que estoy loco, alguna broma al respecto, algo de camaradería, de humanidad. Pero ver su rostro enjuto, carcomido por la locura y el recelo detiene mis palabras, lo que no impide que sienta una opresión en el pecho, un vacío interior que aflora en silenciosas lágrimas. Mauricio las ve y me hace un brusco gesto inquisitorio con la cabeza. 

  • Nada Mauricio, no te preocupes, hoy has cocinado muy bien y estos espetos de pescado me han traído recuerdos de niñez.

Sin prestarme más atención mastica con los molares la pata del cangrejo que tiene en la mano sorbiendo con avidez el interior mientras algunas motas blancas de la carne del crustáceo manchan su negra barba. 

Esta noche el sueño me ha abandonado, normalmente caigo rendido, el sol, el aire salado y el ejercicio físico son buenos aliados del descanso merecido, pero hoy no, hoy cierro los ojos y tengo presente con toda nitidez el bello rostro de la mujer del lago, el brillo del sol en su pelo de fuego, su blanca piel cuajada de pequeñas pecas, el dibujo de la comisura de sus labios en un perfecto rictus al sentir el tirón del peine dorado, el brillo esmeralda de sus ojos en el que me vi reflejado cuando se fijó en mí, sus pequeños pechos acompasando la respiración; y su voz, su dulce voz entonando una melodía que todavía resuena en mis oídos, en suma, me quita el sueño la ilusión personificada de la perfección absoluta. El manto de estrellas, infinito en su profundidad y extenso hasta el horizonte, enmarca mis ensoñaciones llevándome finalmente a caer rendido. 

Un golpe en mi costado me despierta, el sol ya está en el horizonte en pleno ascenso rompiendo las tinieblas; frente a mí está Mauricio con cara de pocos amigos que me indica con sus bruscos ademanes que me levante. No entiendo esa obsesión suya para ponernos en marcha según asoma el sol, estamos solos en la isla, no hay mucho que hacer más que buscar la comida del día, ir a por agua a la laguna, mantener el fuego y vagar de un lado a otro atisbando el horizonte en busca de navíos que nunca llegarán. Pero parece que a mi compañero le molesta especialmente que duerma más que él. Tampoco hoy me importa demasiado levantarme, ardo de impaciencia en volver a la laguna, tal vez no sea un sueño, tengo su voz en mi cabeza y su figura todavía en las pupilas, demasiado real para no serlo. Los odres están todavía medio llenos, el agua nos durará todavía un día más así que tendré que buscar la forma de vaciarlos sin despertar las sospechas de Mauricio, y no es fácil, porque siempre está alerta pensando en lo peor. Aprovecharé el momento de hervir el agua, este fue el mayor inconveniente cuando llegamos a la isla, todo un rompecabezas a resolver encontrar la manera de hervir agua si no disponíamos de ningún recipiente metálico ni resistente al fuego. Recorrimos la isla buscando cualquier cosa que nos pudiera servir sin encontrar nada que pudiéramos poner encima del fuego y que no que terminara consumido. Temíamos beber el agua de la laguna sin hervir y caer enfermos por ingerir algún parásito o bacteria que nos ponga en peligro; finalmente encontramos una solución, antes de beber agua del odre vertemos parte en un recipiente cóncavo que hicimos con una raíz bastante dura a base de ahondarla con piedras afiladas; ponemos un par de piedras lisas y sin fisuras en el fuego y cuando están suficientemente calientes, con dos palos las tomamos y las metemos en el agua del cuenco donde el tremendo calor hace que hierva de inmediato, unas cáscaras de coco nos sirven de vaso, solo debemos sumergirlas y beber las veces que necesitemos cuando se haya enfriado. Bien volcaré el cuenco para que se derrame el agua, será un descuido que me permitirá ir de nuevo a la laguna y tal vez aplacar mis dudas. 

Mauricio no ha quedado muy convencido, recela de todo lo que hago, pero le dejé con su pasatiempo favorito de buscar cosas por la playa. El camino está limpio así que no tardo demasiado en llegar al claro de la laguna, me siento en la piedra fuera del agua y puedo notar a través de los pantalones el tremendo calor que la superficie ha almacenado a lo largo del día. La falta de sueño de la noche anterior y la modorra causada por el calor de la tarde hace que me cueste mantener los ojos abiertos, pasa el tiempo entre el sopor y los sobresaltos al despertar de golpe cada vez que pierdo el equilibrio vencido por el sueño. La tarde se está cerrando sobre los árboles y no quiero volver de noche ni dar a mi compañero más motivos para su mal genio, así que me levanto, recojo los odres cargados de agua y vuelvo al campamento desilusionado. No he dado más de diez pasos cuando la canción de la mujer se extiende sobre mi y me envuelve en su dulzura; miro y ahí está de nuevo, blanca y roja, plena en su extrema belleza, cautivadora. Temo acercarme de nuevo por no asustarla, me siento en el camino y desde ahí observo como se peina una y otra vez hasta que la luz empieza a ocultarla, se levanta y con un grácil movimiento desaparece bajo el agua. 

Pellizco varias veces mi brazo dejando una marca roja que espero perdure por la mañana como clara señal de mi lucidez y tomo el camino de nuevo. Al llegar al campamento anochece, pero hay luz suficiente para ver a mi compañero sentado golpeando de mala manera un palo con la piedra afilada que usamos para tallar. No me habla, tan solo me clava tu torva mirada con todo el desprecio que es capaz; y en lo referente al desprecio Mauricio tiene gran capacidad.  Junto a la hoguera solo quedan los restos de algunos peces requemados, hace todo lo que está en su mano para que me de cuenta que se ha comido mi cena. Asumo el castigo, no tengo hambre, la visita a la laguna me ha saciado. 

Esta noche he dormido de un tirón, cuando me despierto el sol está ya alto, Mauricio ha desaparecido y eso hace que el corazón de un salto, ¿habrá ido a la laguna?, verá a la mujer y quien sabe a qué llevará eso, es malvado, tal vez la dañe o la quiera para él. Me incorporo de un salto y voy hacia el sendero corriendo, tal vez ella no esté, tal vez él no haya ido allí, no ha vuelto a internarse en la espesura desde que salió corriendo a causa de los mosquitos. 

Tomo el camino a la carrera y me doy de bruces con él que ya regresa. Me empuja haciendo que caiga al suelo y me enseña el palo-machete con amenaza. 

  • ¿A qué tanta prisa? 
  • Perdona Mauricio, me desperté y al no verte pensé que te podía haber pasado algo. ¿Dónde fuiste? ¿nos quedamos sin agua? 
  • No, agua hay de sobra, ya trajiste tu ayer ¿no? 

  • Si, entonces ¿Dónde fuiste? 
  • Fui a ver 
  • ¿A ver, qué has visto? 

El pecho me palpita, mi corazón se desboca, la cabeza me arde y el estómago me duele cómo si tuviera fuego dentro; lo sabe. 

  • No he visto nada, pero algo pasa y me lo vas a contar, ¿a qué viene tanto paseo a la laguna? ¿Encontraste comida? Creo que es eso, me comí tu cena y no te importó.
  • Si me importó, pero estaba cansado y no quería discutir. ¿Quieres saber qué hay en la laguna, por qué voy?, Pues voy para estar solo, para no ver tu cara de mal genio, para no aguantar tus malos modos, porque necesito respirar Mauricio, res-pi-rar. 

Me levanto y le doy la espalda dirigiéndome hacia la playa, no puedo dejar de ver cómo su mano enrojece apretando el palo, noto la tensión, pero no le doy oportunidad de llevar la discusión mas allá. Ir a la playa no me apetece nada, lo hago por joder, sé que ahora no quiere mi compañía y la playa es su territorio, se lo ocupo cómo el ha mancillado la laguna con su presencia, hoy buscaré yo cangrejos y él que se ocupe de otra cosa. Está claro que no ha visto nada, pero el malestar perdura, antes o después la verá, su rostro deja claro que esto no ha terminado todavía. 

La mañana trascurre tensa, comemos separados y en cuanto puedo evito su mirada que noto fija en mí, evaluando mis palabras, calculando cuanto de verdad y cuanto de mentira contienen; mantiene el palo afilado cerca de él, me da mala espina, he pensado hacerme con alguno de los arpones, pero armarme solo va a desencadenar la lucha y no estoy preparado. Me voy pronto a dormir, tendré los ojos abiertos esta noche, no me fio de él, mañana intentaré limar asperezas, volver todo a la calma antes que esta situación llegue a más. Sea como sea no puedo permitir que la encuentre, haré que el camino sea difícil, que quede cubierto de malezas para que desista de ir. 

Amanece. 

Me levanto de nuevo sobresaltado y sudando por el calor de la avanzada mañana. Mauricio está en su camastro todavía y me extraña. Noto mis manos pringosas y un conocido olor metálico inunda mi olfato; mis manos están cubiertas de sangre, no solo mis manos, hay sangre por toda mi cama. ¿Es mía, me ha herido este hijo de puta mientras dormía? Pero no me duele nada, me palpo y examino sin encontrar herida alguna, tomo un arpón por si acaso y me acerco a Mauricio que sigue tumbado de lado sin moverse lo más mínimo, no tengo que mirar mucho, el charco de sangre bajo su camastro es evidente como lo es también el palo clavado en su pecho y sus ojos muertos mirando al mar. No tengo el recuerdo, pero si la claridad de haber sido yo. 

Paso la mañana enterrando a Mauricio, la hoguera se ha apagado por falta de atención y he usado el agua para lavar la sangre de mi cuerpo y mi camastro. Vuelvo a encender la hoguera más por tradición ya que por funcionalidad, porque ahora que nadie me importuna quiero pasar más tiempo en la laguna intentando conocer a la bella mujer. Mientras voy por el camino pienso si debo ponerle nombre, seguramente ya tenga uno y se digne a decírmelo cuando comprenda que no soy un peligro para ella. 

He pasado el día en la laguna, esperando su presencia, pero es más o menos a la misma hora tardía cuando aparece de nuevo. No me he atrevido a acercarme, permanezco en la senda sentado mientras los insectos hacen de mi su banquete, no me importa, no los siento, cualquier penuria es insignificante ante el regalo de su presencia. Como una rutina réplica del otro día cepilla su pelo mientras canta y cuando el sol abandona la pequeña playa se sumerge de nuevo en la oscuridad del agua. Sé que puede verme, no me escondo, aunque mantenga la distancia, pienso que es como una obra de teatro en que los actores representan su papel ignorando deliberadamente la multitud de espectadores que les observan desde la oscuridad, ella actúa solo para mí. 

Llevo varios días acudiendo a nuestra cita a la hora fijada. Cada día he avanzado un par de pasos y ahora me encuentro ya fuera de la arboleda, a plena vista en el claro; ella me ha ignorado todos estos días, representando como autómata la misma sesión de tarde, la misma canción, los mismos movimientos con el mismo final que la aparta de mí. Yo por mi parte sigo siendo mero espectador, un espectador que quiere ser actor y recita de memoria los textos escuchados entre candilejas una y otra noche, anhelando sentir el calor de los focos, el crujir de las tablas del escenario bajo los pies; estoy preparado, solo necesito que ella me de paso, y puede que sea hoy, porque algo ha cambiado, desde que dejé a mis espaldas el sendero, sus ojos, antes distantes, de vez en cuando, por breves momentos, se posan en mí. Son momentos de desazón, de incertidumbre, de esperanza, pero pasan fugaces deshaciendo el hechizo y finalmente el chapuzón al sumergirse aleja la ilusión de un desenlace diferente. Tomo el camino de vuelta deseando ya el encuentro de mañana cuando escucho movimiento de nuevo en la laguna, chapoteos en el agua y cristalinas risas, la mujer ha vuelto y juguetea en la superficie. Corro hacia el claro y me detengo sobre la losa de piedra; ella está sumergida hasta la nariz, su pelo rojo flotando libre en el agua y sus verdes ojos fijos en mí, quitándome el alma. Asciende un poco con sus pecosos mofletes hinchados y lanza un arco de agua desde sus labios a mi pecho que termina en una juguetona carcajada y una voltereta que deja sus pequeños pies al aire chapoteando agua hacia donde estoy yo, dice algo en su dulce idioma que acompaña con un gesto que yo tomo como una invitación. Me desnudo y entro en la laguna, ella se sumerge y yo la sigo. 

Amanece, en la playa hay un bote de remos y en el mar, a cierta distancia un barco carguero. La fogata sigue encendida solicitando auxilio al cielo abierto, varios marineros recorren el campamento desierto revolviendo las cosas y gritando para hacerse ver. Dos han tomado la senda abierta que lleva a la laguna, caminan despacio mientras palmean sus cuellos y brazos para alejar los insectos, más allá, al final del sendero el sol baña las dulces aguas y en la superficie, bocabajo flota un cuerpo ahogado. 

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