El sol asoma al final de la calle comiendo terreno a las sombras de la noche, en las aceras se deshilacha la niebla mientras el silencio golpea mis oídos.
Llevo cerca de dos horas apostado en la ventana, tomando café del termo que mi mujer preparó mientras desayunábamos.
Siento las piernas rígidas por la postura y el frio.
Elegí el sitio con sumo cuidado, una cuarta planta de un edificio alcanzado en un reciente bombardeo. El piso superior ha cedido ofreciendo una buena vía de escape a los tejados de los edificios vecinos. En una de las paredes puede adivinarse la silueta de lo que debió ser una persona fotografiada en negativo por la deflagración.
Desde mi atalaya cubro toda la avenida y parte de una calle transversal, el sol de la mañana iluminará y cegará por igual a quien suba por la avenida ofreciendo un buen blanco.
Muerdo un trozo de chocolate mientras una sonrisa asoma a mis labios. Puedo recordar la carita de mi hija cuando, después de dar un buen mordisco que tiño sus rojos labios, metió la tableta en el bolsillo de mi abrigo.
El eco de unos pasos, rápidos y entrecortados, trae a mi mente las órdenes que nos dieron semanas atrás y que me llevan día tras día a apostarme en las alturas, «sembrar el pánico y desconcierto entre la población civil».
Soy consciente de no ser el único cazador, miro mi rodilla destrozada por el impacto de una bala y recuerdo como fui reclutado. Dormitaba en el sucio camastro del hospital de campaña esperando el momento en que me suministrasen algún tipo de calmante que hiciera soportable el dolor de la pierna. Sabía que ya no la podría volver a usar sin prótesis, pero al menos no me la habían amputado y era un pasaporte a casa lejos del olor a pólvora y miedo del frente….