LA MALDICIÓN

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Autor: Ignacio Chavarría Díaz 

Información de registro
Identificador 2204130912273
Fecha de registro 13-abr-2022 11:13 UTC
Licencia Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0

La maldición sonó como una bofetada que paró el tiempo y heló la sonrisa de la gitana, la dulce voz de la mujer con acento extranjero y el tono tranquilo con que la lanzó no apaciguó en forma alguna la violencia de sus palabras.

«Que tu útero se seque y no salga de él más que muerte y podredumbre, que vivas muchos años malditos y que al fin mueras sola con tremendos dolores»

Manuela está habituada a recorrer la Rambla de arriba abajo, con sus manojitos de hierbabuena y frasquitos de flor de azahar, vendiendo mentiras a los crédulos y timando a los turistas, leyendo malamente y con torpeza las líneas en las manos, dando buenaventura a las víctimas y regalando maldiciones gitanas a los que la rechazan. Jamás nadie le había devuelto una maldición. Salió corriendo como perseguida por el diablo, llegó a su casa y cogió la gallina más grande y sana que tenía y con ella bajo el brazo siguió corriendo como loca hasta casa de Ma’Rosa. Si alguien podía limpiarla era ella, la más vieja, la que le enseñó todo, Ma’Rosa, la partera, la sanadora, la sabia anciana que la acogió bajo su protección cuando su padre fue, escoltado de tricornios, a Carabanchel. Ma´Rosa la llevó a Barcelona y le enseñó a moverse por la calle, a ganarse la vida, las tradiciones, el respeto, el orgullo de ser gitana.

Ma’Rosa vivió mucho tiempo en Cuba, fue allí siendo solo Rosa, pero volvió ya con malas artes, palabras malditas, sanando con hierbas, cortando cuellos de gallinas y palomas y regando con sangre cuencos y muñecos de barro. Regresó siendo Ma’Rosa.

La anciana la vio llegar alterada, llorando, zarandeando la gorda gallina que llevaba cogida de las patas como un saco de patatas.

  • ¿Qué haces Manuela?, que vas a esnucar al animal, ¿qué te trae tan acalorá?
  • Hay Ma, que una paya ma maldecido, que ma manchao con su lengua de sierpe y necesito que me ayudes, te traigo la más gorda, la que pone más huevos para que le rajes el cuello y me quites el mal que la paya me echó.
  • ¿Una paya dices?, ¿una maldición de una paya?, ¿por eso t’asustas tanto?, ¿qué fuerza tiene una paya que pueda dañarte? No has aprendido nada.
  • Que sí Ma, que es una maldición muy mala y la dijo con mala fe.
  • ¿Pues qué le hiciste?
  • Me retiró la mano cuando le iba a echar la buenaventura, abrí la boca para una maldición, pero ni me dio tiempo a tomar aire, de sus labios, con un raro acento, la soltó sin trabar la lengua, con los ojos fijos en los míos, atrapando mi alma y tejiendo el embrujo. Lo noté Ma, noté como entraban en mí las negras palabras.
  • Ya me extraña que fuera así. Te tengo dicho que no juegues con las maldiciones, sueles soltarlas sin respeto y al final pasan estas cosas. Y bien, ¿qué dijo?
  • Lo tengo grabado en la mente, palabra por palabra, pero no me atrevo a decirlo.
  • Pues si no sé lo que tengo que limpiar mejor te vuelves con tu gallina a casa y te haces un caldo.
  • Si, me atrevo, tendría que haber aprendido letras para escribirlo, pero está bien, te lo digo bajito, al oído.

Manuela acercó sus labios al oído de la anciana y repitió las palabras que la mujer le lanzó en la rambla.

«Que tu útero se seque y no salga de él más que muerte y podredumbre, que vivas muchos años malditos y que al fin mueras sola con tremendos dolores»

Ma’Rosa cambió el semblante, palideció y dando algún que otro traspié se acercó a su silla de arpillera y se dejó caer casi sin fuerzas. Manuela viéndola empezó a llorar y gritar rogando a dios por su salvación. Gritaba tan alto que las mujeres que lavaban en la fuente acudieron a ver qué pasaba, pero Ma’Rosa las echo del patio y después se dirigió a Manuela que seguía gritando, revolviéndose en el suelo mientras rasgaba su ropa y arrancaba su pelo.

  • ¿Tú sabes lo que has hecho niña? En la rambla t’as cruzado con una de las antiguas, de las madres de Egipto, una sacerdotisa Heka.
  • ¿Esa extranjera? No, era joven, no una vieja sacerdotisa ni nada parecido.
  • No dejes que el ojo te engañe Manuela, sus palabras no dejan duda, es una maldición que ni yo puedo limpiar, puede que sea mucho más vieja que yo, las sacerdotisas hacen sus cosas, sus embrujos, su heka, si pueden apartar a la bicha Apep de la barca de Ra con sus maldiciones ¿qué no podrá con una gitana ignorante como tú? No puedo ayudarte, lo único que puedes hacer es buscarla y solicitar su indulgencia, su perdón, que retire la maldición y te libere.
  • Pero, ¿buscarla? ¿en Barcelona? es extranjera, puede que ya se haya ido, que no la encuentre nunca.
  • Pues no pierdas tiempo niña, corre, busca en hoteles, pregunta en la Rambla, pide ayuda a las primas.

Manuela volvió a las carreras, hablando con todo el que se cruzaba, dando la descripción, un poco atropellada y por descontado difusa, de la imagen que recordaba de la joven, una descripción que se tornaba cada vez más oscura según el miedo se apoderaba de ella. Recorrió la Rambla, las playas, entro y preguntó en todos los hoteles, habló con todos los taxistas calé que encontró; a las pocas horas todo gitano de Barcelona buscaba a la terrible bruja egipcia que había hechizado el alma de Manuela. Pero todo fue en vano.

Pasaron los días y la desesperación se hizo fuerte en Manuela, lloraba desconsolada y pateaba Barcelona de arriba abajo cada vez más pesimista. Lo único que mantenía en su mente, lo único claro que tenía de la mujer era una falda color melocotón con extraños dibujos africanos que se alejaba movida por el aire. El resto de la sacerdotisa era solo una neblina en su cabeza, aun así, seguía buscando para salvar su vida. Visitó a Ma’Rosa a diario por si había encontrado alguna solución, pero nunca había buenas noticias. La anciana, para calmarla, llevaba a cabo todos los rituales de limpieza que sabía y algunos que llegó a inventar.

Una mañana Manuela enfermó, bien por causa del estrés, el cansancio y la falta de comida, bien por los mejunjes que ingirió, o por algún virus extraño, lo cierto es que cayó redonda en plena Rambla y de ahí la llevaron de urgencia al hospital. Le hicieron muchas pruebas, paso allí muchos días y fuera, en el parking, acampó el clan sus coches y caravanas pendientes del desenlace. Los médicos detectaron un bulto, algo congénito dijeron, y tuvieron que operarla. El doctor no pudo asegurar si eso afectaría a su capacidad para engendrar, pero con una maldición a cuestas tampoco Manuela tenía posibilidad de encontrar marido. Todo el pueblo gitano se hizo eco de la enfermedad de Manuela y todos, sin excepción, sabían que la maldición empezaba a tomar forma y asustados empezaron apartarse. Cuando Manuela salió del hospital ya no era Manuela la de la Rambla, era simplemente la maldita. Esto fue demasiado para ella así que subió una tarde a un edificio aledaño a la Boquería y desde allí se entregó al vacío; pero con mala suerte, en la calle chocó contra uno de los toldos y salió despedida a la acera. Nuevamente en el hospital, esta vez con varias costillas y las dos piernas rotas.

Cuando salió ya nadie se le acercaba, tampoco nadie buscaba a la bruja egipcia por miedo a encontrarla, desde su silla de ruedas veía la vida pasar, todas las mañanas Ma’Rosa, la única que permanecía a su lado, la llevaba a la Rambla y la dejaba vendiendo flores en un pequeño puesto en San José. Las costillas curaron, las piernas nunca le permitirán andar, el alma estaba muerta. Así pasaban los días, esperando un final que sabía sería doloroso, lejano y triste. Desistió del suicidio, temía por experiencia el poder de la maldición y segura que cualquier tentativa terminaría en fracaso empezó a aceptar su desgracia por no poder huir de ella.

Un día claro de primavera, cuando la Rambla hervía de color, flores y gente, pasó como una bruma frente al puesto de Manuela la falda melocotón aireando su grácil vuelo. Salió la gitana tras ella tirando flores y atropellando paseantes con su silla de ruedas, gritando como loca, rogando que la mujer parara; y paró. Nada de lo que había ante la gitana coincidía con su recuerdo, tan solo la falda. Cuando llegó ante la joven solo pudo balbucear algunas palabras de sentimiento, arrepentimiento y solicitud de perdón, no recordaba esa cara, ni tanta juventud, ni la agradable sonrisa, pero sí el tono y la dulce voz que la mataron en vida.

  • Perdón, por dios, perdón, por tu alma, por tus hijos, por la Sagrada Familia y la Moreneta, por los faraones y tus dioses egipcios, por favor mujer, retira el maleficio.
  • ¿Qué maleficio? ¿de qué me hablas? ¿qué dioses egipcios dices? Yo creo que me confundes o has perdido la cabeza.
  • Hace tres años ya, tres, que me lanzaste una maldición en esta Rambla, desde entonces mi vida ha sido un sufrimiento continuo, no he parado de buscarte para solicitar tu perdón, para que retires tu magia.
  • Yo no tengo magia mujer ni soy extranjera. Si, te recuerdo ahora, sobre todo por la cara de susto que pusiste, lo comentamos durante mucho tiempo después. Lancé una maldición de la que ni me acuerdo, estaba harta de vuestro acoso y maldiciones y me dio por ahí, sin siquiera pensarlo, recordé una de las muchas que me decís, tal vez la cambié un poco y en cuanto te vi abrir la boca la dije sin más, para que me dejaras en paz. El poder de una maldición está en quien la recibe gitana, nunca en quien la dice, cuanto más crees en ellas más daño te hacen.
  • Entonces ¿la enfermedad, las lesiones, el vacío en el poblado?
  • Pues no sé, supongo que has atribuido todo lo malo que te haya pasado a una maldición inexistente y tus propios miedos y supersticiones han hecho de tu vida un infierno.

Manuela quedó conmocionada, rumiando cada palabra que la joven le había dicho, mirando, como la última vez, la falda naranja alejarse volando alegremente y perdiéndose de vista entre la multitud.

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