PRÍNCIPE ENCANTADO, DIGAME!

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Autor: Ignacio Chavarría Díaz 

Información de registro
Identificador 2204130912273
Fecha de registro 13-abr-2022 11:13 UTC
Licencia Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0

Emma llama insistentemente al telefonillo. El barrio no le ofrece ninguna confianza y el taxista salió disparado nada más bajarse ella del taxi. La noche y las alimañas que la miran desde el bar de enfrente hacen que se sienta expuesta. ¿Cómo va a salir de aquí si no abren? Nunca tendría que haber venido. Normalmente Emma teme todo, cualquier cosa fuera de su hábitat eleva su nivel de miedo hasta lo irracional, y su hábitat es muy reducido, su casa, las casas de sus amigos y el club de campo donde alterna los fines de semana. Del bar sale un tipo flaco y mal encarado y se dirige hacia ella. Tiene evidentes síntomas de ir bebido. Emma nota como se erizan los pelos de su nuca y aprieta de nuevo con todas sus fuerzas el botón del portero automático. ¿Por qué no abren?

El hombre está a su lado, el hedor es insoportable, no tan solo a wiski mal digerido con el que el tremendo eructo ha perfumado el aire, es que a este hombre le hace falta un buen baño.

– Perdone señorita, el telefonillo no funciona, no ha funcionado nunca que yo sepa, si aparta su precioso culo yo le abro.

Habla desde muy cerca, desde mucho más cerca que cualquier regla social pudiera considerar ya de mala educación. No solo invade con ese olor a muela cariada su intimidad, es algo que ralla lo obsceno.

Emma se aparta mareada, no solo para dejarle vía libre a la puerta, lo hace por supervivencia pura y dura. Un solo segundo más expuesta a ese olor la haría vomitar.

Todo comenzó una semana antes cuando vio el anuncio en el mensual de su revista de sociedad.

 

«Dele una oportunidad a su príncipe encantado».

 

Emma, no pudo menos que retener en su mente las palabras «Príncipe encantado». Dejó la revista a un lado y puso la televisión. Empezaba su programa favorito, una telenovela turca donde la pareja nunca llega a unirse, siempre surge algo inesperado que se cruza en su camino que, por otra parte, estaba predestinado a un amor eterno desde el primer capítulo. A entender de Emma ella no le merece, no está a la altura de ese hombre, por eso la cosa no cuaja. Apagó la televisión, no estaba para telenovelas, le seguía dando vueltas al príncipe. ¿Qué misterio encerraba el puñetero anuncio? No pudo más, tomó de nuevo la revista y con cierta ansiedad pasó páginas hasta encontrarlo de nuevo. Llamó.

– Príncipe encantado dígame.

– Eh!, bueno, no sé muy bien por que llamo, pero…

– Ya princesa, es normal, nos tienen taaannn sometidas, taaaannn abandonadas.

– No, si es por…

– Ya, no me digas más, porque los hombres no ven tu potencial. Ellos solo se fijan en el físico. Nosotros haremos que dejes de ser invisible.

– Y ¿cómo …

– Ese, princesa, es nuestro secretito, pero podemos hacer que surjas y con un pequeño beso a la ranita tendrás frente a ti ese príncipe azul que te mereces.

La conversación duró bastante más, no terminó de disipar sus dudas, pero sí dejó una pátina de curiosidad en Emma. Dejó también una dirección, un precio y una fecha anotada en su primoroso calendario.

Y aquí estamos, en un barrio marginal a punto de seguir a un borracho apestoso al interior de un sucio portal donde nunca ha funcionado el portero automático. Dispuesta a subir a un piso donde no sabemos si habrá alguien ni qué es lo que nos ofrece. Lo primero que Emma piensa es en el robo de órganos. Ese miedo se incrementa cuando pulsa el interruptor de la luz y solo consigue un leve chisporroteo de una moribunda bombilla en la segunda planta. La del anuncio.

Da la vuelta con la absurda esperanza de encontrar un taxi, pero fuera solo hay oscuras y peligrosas calles y etílicos ojos que la observan desde el bar de enfrente. Busca en su móvil el teléfono de un UBER o de Tele taxi y en ese momento alguien la llama desde arriba.

– ¿Es usted la que llamó? ¿Va a subir?

Emma se asoma por el hueco de la escalera y ve, un par de plantas más arriba, una mujer que le hace señas para que suba.

– Suuube, sube princesa que aquí no comemos a nadie. No me seas tímida. ¿No vino por su príncipe azul?

La verdad es que no quiere subir, pero la aplicación de UBER le da un tiempo estimado de llegada mínimo de una hora y a Emma le da más miedo estar sola en el portal que lo que pueda encontrar arriba. La mujer no parece peligrosa, así que sube.

El descansillo está vacío, hay tres puertas y una está abierta invitándola a entrar. Dentro hay una luz tenue, esmeralda, de puticlub barato. Emma entra.

Un largo pasillo la dirige hacia la habitación de donde sale la luz. Se escucha también algo de música, ¿cumbia? ¿bachata? No es algo en lo que Emma tenga mucho interés, está más interesada en las puertas cerradas a los lados que va pasando. La mujer está en la estancia, una especie de salón casposo con una mesa central, redonda, labrada, sucia, sin sillas alrededor. En la mesa solo hay una especie de bola cubierta un trapo rojo de seda. La mujer se acerca y le toma las manos.

– Por dios princesa, si estás temblando. Anda, espera un momentito que te traigo una infusión y te relajas.

La mujer es india o mestiza, con un marcado acento que Emma intenta identificar. Pequeña, delgada, morena, nervuda, mejicana. En la sala hace un calor extraño, húmedo, tropical. No hay ninguna decoración, las paredes están pintadas de verde oscuro, el suelo seguramente tuvo algún color en el pasado, ahora es una especie de marrón negruzco. No hay ventanas y solo dos puertas; por la que entró Emma y por la que ha salido la mujer a buscar esa infusión que por descontado Emma no piensa beber.

– Ritmitos de mi tierra, jarana huasteca, ¿te gusta?

La mujer ha vuelto con una taza humeante que pone en las manos de Emma.

– Realmente no sé, no la conozco

– No hay que conocer, solo sentir. Si la sientes, te gusta.

– Es que ahora mismo…

– Ya princesa, ya, que viniste a lo tuyo, no a platicar.

– Bueno, yo no pretendía …

– Vaaaa, no pasa naaada, el mundo es así, pim, pam, raaaapido. Vamos pues ¿trajiste plata?

– Si, pero no sé bien que voy a pagar.

– Pues si ya te expliqué. Tu príncipe azul. Abriré esa mujer que hay en ti, esa que tienes ahí escondida bajo ese vestido de oficinista que llevas puesto. Una woman bien chingona que ningún hombre podrá rechazar. En ese que te fijes … tuyo es.

– La verdad no sé, pero, en fin, ya que estamos aquí.

– Siii, eso, ya que estamos aquí, demosle.

Emma saca de su bolso unos billetes y se los da a la mujer que, tras un rápido recuento, esconde en su escote junto a su corazón. Una vez arreglados los trámites terrenales la mujer toma a Emma de la mano y la lleva hacia la mesa central, con un estudiado, y algo teatral, gesto destapa la bola que resulta ser una pecera de cristal. Dentro, entre algunas rocas y plantas, un pequeño sapo hincha y deshincha el saco vocal.

– ¡Aquí está!, tu príncipe encantado.

– ¿Un sapo? ¡vamos no me jodas!

– No es un sapo normal, es un bufo, molécula de Dios, bufotonina o, si quieres ponerte pija, N-dimetil-5-hidroxitriptamina. Puedo dártelo fumado, pero se pierde toda la magia.

– ¿Y para que quiero yo un sapo? Esto es un timo.

– No mi niña, no tienes ni idea. ¿Sabes de que va el cuento? Pues besa al sapo y verás a tu príncipe azul, verás todos los príncipes encantados que quieras. Será tu muerte y tu renacer.

Mientras habla con la mujer Emma, inconscientemente, ha ido dando sorbos de la humeante taza que sostiene en las manos. Cuando se da cuenta la deja asustada en la mesa.

La mujer la mira con sorna.

– Por dios, vives en un temor continuo entre la desconfianza y la locura. Así no se puede princesa – la mujer coge la taza y se bebe la infusión – flor de manita, toronjil morado y flor de tila, muy adecuado para las enfermedades de los nervios y del corazón, lo que tú necesitas, que te va a dar algo.

La mujer se pone unos guantes de látex, toma al sapo en sus manos y se lo acerca a Emma.

– Un besito bastará.

Emma mira al sapo con asco, el sapo mira a Emma con indiferencia. El tiempo se para. Emma piensa en qué coño está haciendo allí, en la situación surrealista en que está a punto de besar a un asqueroso sapo en un antro inmundo. Lo besa. La mujer devuelve al pobre anfibio a su pecera, toma a Emma de la mano y esta, sumisa, la acompaña a través del pasillo hasta una de las puertas cerradas que la inquietaban al llegar.

La estancia está tan vacía, sucia y mal iluminada como el salón que han abandonado. El único mobiliario es un catre junto a la pared. En otras circunstancias Emma jamás se habría acercado a ese lecho de pulgas y ácaros, pero empieza a sentirse rara. Todo le importa una mierda y solo quiere recostarse y abandonarse a esa extraña sensación que la inunda. Ve a la mujer alejarse mientras ella se derrumba en la cama. Tiene una percepción total de todo, el tiempo se extiende en una secuencia de su viaje desde el salón a la sala que se repite una y otra vez. Las manchas de la pared empiezan a moverse, se estiran y encogen rítmicamente, siguen los pulsos de su corazón, palpitan llevando sangre esmeralda a través de la pared. La calma con la que se inició el viaje empieza a formar olas que se estrellan en los bordes del camastro levantando espumarajos de saliva de sapo. Emma mira al techo, piensa que le va a explotar el corazón, que no dará de sí para bombear tanta sangre esmeralda. La jungla la engulle, escucha los aullidos de los monos y el rugido de un jaguar. ¿Seguro que es un jaguar? Emma nunca ha escuchado rugir a un jaguar, así que se pregunta ¿por qué un jaguar? El baboso oleaje sigue rompiendo contra la cama levantando y bajando sus piernas que quedaron colgando cuando se tumbó. Cada vez con más y más violencia. El impetuoso acometer de un amante desesperado. Siente la humedad y el ardor de la lívido, el deseo de ser tomada. Toda la estancia es ella, todo el mundo es ella y ella es todo moviéndose en una cópula brutal y salvaje. Jadea. Grita. Frente a ella está él, el sapo bufo, su príncipe que la enviste una y otra vez arrancando en cada envite los orgasmos que guardó durante su beata vida para este momento. Desde el cielo, entre la espesa arboleda, algunos querubines alados la observan escandalizados.

Ha pasado el tiempo, ¿una hora, un día, una vida? Emma despierta. La habitación sigue en penumbra, en el suelo está su abrigo y su bolso con todo el contenido desparramado aquí y allá. El catre desecho. Su ropa desordenada, arrugada, rasgada. Ella despeinada, encendida, arrebolada. Le tiemblan las piernas, pero consigue levantarse y andar. La puerta está abierta, fuera todo sigue igual. Al fondo el salón esmeralda, la música rara, la mesa labrada. Solo falta la pecera con el sapo. Se asoma a la otra habitación, donde aparecía y desaparecía la mujer. Es una pequeña cocina. Vacía.

– ¿Hola?

Nadie contesta. Sale andando sobre sus inestables tacones. Fuera ya es de día, la calle que anoche aparecía amenazante bulle ahora con la actividad de un barrio obrero. En el bar se sirven desayunos. Tostadas y cafés con leche ocupan la barra donde anoche reinaba el wiski. Sube a un taxi y da la dirección de su casa mientras se recuesta en el asiento al fin a salvo.

La puerta de su piso le sonríe entornada, pero Emma ya lo sabía. Dentro la casa está revuelta, faltan, a primera vista, algunas cosas. La televisión, el ordenador, algo de ropa, el joyero. No guardaba dinero. Sobre la mesita del salón hay una pecera vacía. Mientras se dirige al cuarto de baño, va dejando un rastro de ropa por el suelo, desembarazándose de la antigua Emma para llegar desnuda, recién nacida a la ducha. Después tendrá que llamar al cerrajero, al banco para cancelar las tarjetas, a la policía y al seguro. Ya habrá tiempo, ahora solo necesita una buena ducha de agua bien caliente.

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